De Pernambuco a la Cochinchina

AMSTERDAM

Leo en algún blog que Amsterdam llamaba ya en el siglo XVI I la atención de sus visitantes por su tráfico comercial y por la tolerancia de sus gentes. Cuatro siglos después es curioso constatar cómo la capital de los Países Bajos sigue sorprendiendo por su tráfico y su tolerancia, aunque con algunas matizaciones.
Hoy en día Amsterdam es el paraíso de la bicicleta. Las hay a miles en toda la ciudad: circulando por las calles a toda velocidad, aparcadas en las explanadas una junto a otra hasta casi perderse de vista o atadas a las barandillas de los muchos puentes que cruzan los canales. Las hay de todos los tipos y condición. Las más numerosas son las antiguas bicis de paseo con el cuadro y los guardabarros negros pero también las hay en tándem, otras para pedalear tumbado, otras con cestos de formas muy variadas como la curiosa bici-carretilla y hasta estrambóticas como la delirante bici-cenicero de la foto.
Sobre ellas lo mismo ves a un ejecutivo trajeado que a una joven con vestido de noche y tacones largos, muchos haciendo piruetas como comer un helado con cucharita o pedalear sin manos. Lo peor es que apenas reducen la velocidad al girar por una calle, con lo que cruzar de una acera a otra en una intersección es jugarse el tipo, sobre todo si tenemos en cuenta que por las mismas calles circulan a la vez coches, tranvías y motos.
Es obligado precisar que hay carriles bici por toda la ciudad, por las calzadas y por las aceras y por ellos van las bicis y las motos a toda pastilla, lo que hace las aceras tan peligrosas como el resto de la calle sobre todo porque en muchos casos los carriles no están bien marcados. Da la impresión de que las bicicletas tienen prioridad sobre los peatones en todas partes; de hecho, a menudo para poder cruzar una calle tienes que esperar pacientemente que acaben de pasar cuarenta o cincuenta ciclistas en cada sentido. Lo extraño es que no haya más accidentes: si no te pilla el tranvía, te atropella una moto o te arrolla un coche, te chocará una bici. Vamos, que no ganas para sustos, por lo menos los primeros días.
Respecto de la otra sorpresa, que lo era en el siglo XVII y lo es hoy también, ¿qué voy a decir? La tolerancia era y es patrimonio de quienes saben ver las cosas desde más de un punto de vista. Quizá por eso encontramos aquí una comprensión con la venta y consumo de drogas que no vamos a encontrar en otros lugares, digamos en casi ningún otro sitio. Hay coffeshops por toda la ciudad, donde es posible comprar y consumir hachís y marihuana de muy diversa procedencia de forma legal; en su menú, aparte del precio, entre 5 y 10 euros por bolsa, se indican los efectos que producen los distintos estupefacientes: “para sentirte como un mono en la jungla” o “visitarás el Nirvana”.
Y hasta en los puestos y tiendas de los mercadillos se pueden comprar chupachups, chocolates y bollos con marihuana o las semillas para plantarlo en casa como si se tratara de una planta cualquiera. La justificación –no entro a valorarla- es que así se reduce el tráfico de drogas y se evita la adulteración del producto con otras sustancias nocivas.
Sin embargo, esta cultura de la comprensión que adolece de una buena dosis de liberalismo para con las drogas y en la que parecería que todo está permitido, choca frontalmente con el consumo de alcohol y no digamos el de tabaco. No está permitido vender ni siquiera cervezas con alcohol en la calle; sólo pueden hacerlo algunos establecimientos autorizados y para ser consumidas en el interior. En cuanto al tabaco, fumar está prohibido en casi todas partes y hay hoteles exclusivos para no fumadores, una tendencia que se impone de día en día en la mayor parte de Europa. Pero si la tolerancia holandesa en general choca con algo en particular, es con la rigidez de las normas para viajar en tranvía; hay unas quince conductas por las que puedes ser multado con 325 euros –creo recordar que era esta cantidad más o menos: por comer en el autobús, por poner los pies encima del asiento contrario, por tirar papeles al suelo, etc.
Otro de los rasgos distintivos de Amsterdam, en el que también se aprecia la tolerancia ya comentada, es el de la situación de las prostitutas del Barrio Rojo o Red Light District, un colectivo regulado y legalizado, que trabaja en un barrio céntrico donde conviven con familias de toda la vida y sobre todo estudiantes, que van llegando al barrio cada vez en mayor número. Un paseo por el Barrio Rojo presenta dos atmósferas diferentes, una de día y otra de noche. Por el día puede ser más como cualquier barrio, con sus tiendas de comestibles, sus pizzerías, pastelerías, bares y otros comercios, aunque siempre con las vitrinas donde se exhiben individualmente las prostitutas y los numerosos escaparates de sexshops mostrando fetiches y artilugios varios.

Por la noche, el ambiente cambia; ahora destacan los farolillos rojos y las luces de neón de las vitrinas y los sexshops, el lugar adquiere una apariencia más frenética con paseantes y turistas por doquier. Aquí se encuentran algunas de las calles más estrechas del mundo, con una señal de tráfico a la entrada en la que indica que se deben llevar los niños de la mano. En ellas hay vitrinas que, en realidad, son puertas que se abren, donde esperan estas trabajadoras del sexo en paños menores y siempre con sus coimes cerca, vigilando. Hacer fotos directas a las prostitutas no es recomendable porque, además de difícil – en cuanto te ven con la cámara se esconden y te hacen groseras señales con los dedos – puede acarrear alguna riña o trifulca. No obstante Neiumarkt, una plaza alargada que está en el Barrio Rojo y junto al Barrio Chino, es un sitio con mucha vidilla con una especie de palacete en el centro, desde donde me cuentan que cada Nochevieja se lanzan montones de cohetes para festejar la llegada del año nuevo.


Vayas cuando vayas, Amsterdam no te dejará indiferente. Cada barrio tiene su sabor. El Jordan, el antiguo barrio de los judíos, con sus casas pilotadas típicas de los siglos XVII y XVIII entre los canales Singel y Prinsengracht, es una zona “bien” con sus bares y terrazas donde tomar un refrigerio o restaurantes donde cenar junto a la barandilla del canal; con sus bajos con ventanas sin visillos y puertas abiertas sin el menor reparo para que el visitante pueda ver el interior y descubrir o imaginar cómo viven. Además, con la llegada del buen tiempo sus moradores se sientan a la puerta de casa a tomar un aperitivo al atardecer.

Junto al barrio Jordan, en la céntrica Plaza Dam encontrarás el palacio real –ahora en obras, con un montón de andamios y telas ocultándolo- y una iglesia, Nieuwe Kerk, a la que cobran por pasar. Bueno, en realidad, cobran por pasar casi a cualquier lado y uno acaba por hartarse de ir a todas partes soltando, y no calderilla precisamente. Esta plaza es el centro neurálgico de Amsterdam.
Allí hay un obelisco, que es un monumento a los caídos en las guerras en que Holanda participó, con 11 urnas que contienen tierra de cada una de sus colonias, y un antiguo centro comercial – Magna Plaza- muy recoleto que bien merece una visita. En esta plaza se dan cita numerosos mimos, estatuas humanas y otros saltimbanquis que ponen en escena su arte ante una multitud de paseantes y turistas.
  
La zona de la Universidad, junto al Rokin, tiene una vidilla estudiantil constante. Muy cerca está uno de los cafés más agradables y amplios de la ciudad, el Jaren, con varias plantas y una terraza al canal y poco más o menos igual de caro que el resto: 2,50 € un café y 4,50 @ un medio de cerveza. Diríamos que el precio de cafés y cervezas en el centro es casi estándar; son escasos los sitios donde bajan unos 50 cént. aunque los hay.

No muy lejos de aquí –en realidad el centro de Amsterdam es pequeño y se puede recorrer andando de un extremo a otro en unos 30 minutos- encontramos una plaza con mucho ambiente juvenil,- Leidenplein- con espectáculos callejeros constantes cuando la sombra de los edificios es alargada y se reduce el notable calor del día –desde el tocador de contrabajo hasta artistas del hip hop pasando por caricaturistas y tatuadores-, desde donde en un minuto te plantas en una curiosa plazoleta rodeada de pubs y tiendas que tiene a un lado un ajedrez gigante que siempre está ocupado. En uno de los locales que dan al canal se sitúa el Hard Rock, menos llamativo que el de Nueva York, pero aún así curioso de ver.

Junto a esta plaza hay una calle, Korte Leidsedwarstraat, y sus adyacentes que están sembraditas de restaurantes “para turistas” sobre todo italianos, griegos, indios y chinos con precios económicos. Y hablando de dónde comer, junto a los restaurantes del Jordan, entre los que cabe destacar el Toscana, -en Haarlemmer Straat- por su relación calidad-precio, mencionar la zona de Rembrandtplein, con un indonesio bastante barato para la media haciendo esquina con la plaza, y la calle Utrecht, con un montón de establecimientos que encontraremos cerrados si no vamos a las horas a las que comen los holandeses.

 En cuanto a visitas a museos, no se pueden dejar de visitar el Riksmuseum, un bello espécimen arquitectónico aunque ahora mismo está en obras y sólo se accede a unas cuantas salas, ni el Van Gogh, emplazado en un moderno edificio, que me abstendré de criticar.

Si se tiene suficiente tiempo también puede uno ir a La Haya y disfrutar, sobre todo si va con niños, de Madurodam, un lugar a cielo abierto donde están las réplicas en diminuto de todos los edificios importantes del país, hasta tal punto que ellos dicen que sin salir de este recinto se tiene la sensación de haber visto toda Holanda.
  
 Si llegas hasta aquí no dejes de ver el recinto del Parlamento, los jardines del palacio y el Museo Mauritshuis, con una importante colección del siglo XVII, el siglo de oro neerlandés, en la que destacan las obras de Rembrandt y Vermeer.
Luego hay otros museos más pequeños, como el boatmuseum instalado en una barcaza en el canal Prinsengracht que, por cuatro euros, te muestra cómo es posible hacer de un barco una casa y vivir en ella, aunque en este caso se trata de un museo no de la vivienda habitual de su dueño. O la casa de Ana Frank, que nosotros no vimos salvo por fuera porque nos habían indicado que no merecía la pena ya que en su interior apenas se conservaba nada auténtico y casi todo eran referencias. No sé quién nos dijo que la entrada era gratuita para los judíos, pero mira que me extraña, porque aquí los museos cuestan un pico (de 8 a 14 euros); lo único bueno es que los menores de 18 pasan gratis todos los días del año, lo que, para variar, aplaudiremos.


El mercado de las flores, en uno de los típicos canales, merece la pena; no porque vayas a comprar o no, aunque sea sólo para hacerte una idea de lo que allí se vende: desde chocolate con cannabis o semillas de la propia planta para sembrar hasta quesos turistizados o bulbos de tulipán por todas partes. Es un lugar curioso por el que deambular un rato sin prisa, disfrutando del ambiente.


Por cierto, que he hablado de casi todo menos de lo fundamental, de los canales, que son una de las principales señas de identidad de Amsterdam. Al principio todos te parecen iguales pero, cuando pasas unos días y después de haberlos recorrido unas cuantas veces, notas sus diferencias y es cuando empiezas a ver lo distintos que son, es cuando empiezas a saborearlos. Las barcazas atracadas a ambos lados; la hojarasca de los árboles en las orillas perfilándose entre los suaves rayos de luz del amanecer o del atardecer; las bicicletas amarradas a las barandillas de los puentes; las casas, estrechas de fachada y alargadas; algunas parejas degustando un picnic al borde del agua a tres pasos de su puerta; el delirante sosiego de las bicicletas afiladas entre las tintineantes sombras de la noche; la ensoñación del agua es en los canales de Amsterdam, con sus esclusas y compuertas, un juego delicado de presiones y pasiones.


20 de Julio 2010

1 comentario:

  1. Amigo, te faltó pasar por canaltrosk. Las fotos bastante bien.

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